viernes, 22 de mayo de 2009

DE SUSQUES A LA QUEBRADA DE HUMAHUACA

Amablemente declino la invitación del padrecito Mario Ottonello de subirme en la camioneta los primeros 5 km. Un cordial abrazo de despedida me carga de energía para ir ganando altura hasta el paraje denominado por los susqueños como “Mal paso” (3850m). Para mi resulta excelente, ya que allí comienza una zigzagueante bajada entre medias de un desfiladero rocoso donde se yerguen cardones majestuosos (de la madera del cardon se sacan tablas porosas para puertas, ventanas y vigas).
En las laderas de las ralas montañas que surcan la ruta, entre llamas y vicuñas rumiando hierbas duras como las tolas y airampales, he distinguido a la burrita Modestine, despojada de su fardo pero tan tenaz y tozuda como se muestra en la divertida novela “Viajes con una burra” de Robert L.Stevenson. Enseguida he establecido las similitudes de viajar con una burra o con una bicicleta y en ello me he ido recreando y reflexionando hasta que me he visto obligado a parar ya que “Modestine” al juntarse con su pareja y sentir mi presencia cercana se ha asustado y se ha puesto a galopar a sus anchas por mitad de la carretera.
Para mi sorpresa en la lejanía distingo algo poco común, una modesta construcción de adobe donde se anuncia a todo color: gaseosas frescas. No caigo en la tentación pues conozco la reseca del frescor y prosigo el pedaleo para sobrepasar el cruce de Abra Pampa (130km hacia el norte), donde Mario me había anunciado que encontraría un lugarcito donde poder comer algo. Así fue. Tenían un solo plato y no podía ser otro que “locro”. Sabroso el cocidito pampeño.
Cuando reanude el pedaleo por la ruta 52 me sorprendió tanto, y me hizo tanta gracia, encontrar una señal cuarteada por el sol donde aun se distinguía la silueta de una bicicleta indicando, no se si preferencia, o advirtiendo de la posible presencia de alguna bicicleta una vez cada dos meses o simplemente era una señal inequívoca del carácter bromista de los argentinos.
Sin poder dejar de pensar en ello y con toda la preferencia del mundo ante una carretera mas solitaria que la celda de castigo de un preso, fui aproximándome a las Salinas Grandes. Si en jornadas anteriores había cruzado pequeñas salinas, ahora me encontraba ante la inmensidad blanquecina de millones de octágonos de sal proyectando una luz lechosa que solo se puede apreciar en estos compactos mares secos de cientos de kilómetros cuadrados. Busque un buen apoyo para que luciera bien mi bicicleta mount gambier y deje suelto al niño que llevo dentro para que disfrutara revolcándose en la sal, llevándosela a la boca, escarbando con un palo hasta hacer brotar el agua, buscando hexágonos perfectos, tirando piedras para romper la costra de sal y sobre todo para que gritara su nombre sin temor a ningún eco que lo asustara.
La ruta 52 cruza, inevitablemente, por asfalto Salinas Grandes, y la sensación de violación del paisaje no es tanta como cuando pedaleamos sobre la piel salitrera del Salar de Uyuni en Bolivia, considerado como el mas extenso del mundo.
Embelesado y casi cegado por tanta belleza, me olvide de mis provisiones de agua y cuando quise hidratarme, una vez remontada la subida del salar hacia mi destino en la aldea de Saladillo (también recomendada por el padrecito Mario para pasar la noche), atónito comprobé que en ninguno de mis cuatro botellines quedaba ni una gota de agua y aun me quedaban unos 20 km de tenue subida. Sin pensarlo, espere pacientemente, sentado en el carrito a que apareciera algún vehiculo. Cuarenta minutos de espera infructuosa, me bastaron para reanudar la marcha sin nada que beber. Milagro… el ruido de un coche que se acerca de frente; sin dejar de pedalear levanto el botellón con mi mano izquierda haciendo aspavientos de clon; la furgoneta pasa a mi lado tan rápida como mi sensación de fracaso y para mi sorpresa al mirar hacia atrás para maldecirla, veo como esta girando y volviendo hacia mi. Cuando baja la ventanilla le pregunto si tiene agua. Nada, ni una gota. “Lo único que te puedo dar si quieres es este zumo de naranja que me estaba bebiendo” me dice nervioso. “¿Y tu?” le espeto sin pensar. “No te preocupes voy aquí cerca “. Sin apenas mirarme me da su zumo y arranca de inmediato deseándome suerte. Visto y no visto. Apenas me ha dado tiempo de darle las gracias, ósea que doy un buen trago de agradecimiento por ese ser anónimo que me ha brindado su ayuda y continuo subiendo agradeciendo al ángel protector que mi hermana Menchu me asigno después de mi partida.
El cartel de Saladillo aparece cuando ya me quedan pocas fuerzas. Las justas para arrastrar la bici por la pista de tierra que, tras cruzar un arroyo seco, me permite ver con claridad unas 6 casas de adobe y otras tres mas encaladas de blanco salitrero. A mis gritos de “Hay alguien…” no contesta nadie. Cuando recorro casa por casa, de una de ellas, sale un tipo joven con un trapo a modo de toalla tapándose sus partes. Me pide disculpas por no haber salido antes pero es que se estaba duchando. Le explico quien soy y lo que quiero y de inmediato me dice que me puedo alojar en el local de la antigua escuela y que si me doy prisa aun puedo tener algo de agua caliente, ya que el fuego de la estufa que la calienta aun tiene algunas ascuas. Una vez instalado le invito a compartir los espaguetis recién hechos y lo que queda del zumo; sin que se lo espere le entrego una bolsa de plástico con medio kilo de arroz, dos sobres de sopas, uno de tomate y un botellín pequeño. Queriendo responder a mi generosidad me regala una bolsa de hojas de coca para que me ayuden a no apunarme en la subida que me espera a la mañana siguiente hasta el Abra de Lipan.
. La noche nos pilla infragantes mientras me cuenta la vida que llevan sus siete hermanos lejos de la aldea; igualmente me cuenta que su padre esta pastoreando las llamas al otro lado de las montañas a cuyos pies se asienta Saladillo y que no vendrá pues dormirá en un refugio que tiene en el monte. Al despedirnos me dice que el tiene que partir con su bicicleta al amanecer pues debe presidir una reunión como dirigente indígena que es de su comunidad en una aldea a unos 30 km.
El frió y el viento caen a la vez sobre la calamina del techo de la escuela, congelándola y removiéndola por igual.

Cuando a las 5 de la mañana oigo la voz de Esteban llamándome no me lo creo. Enciendo la linterna frontal y al salir del saco de dormir siento un frió cortante. Hago todo rápido y a las 6 salgo de la escuela bien abrigado. Esteban, con el carrillo hinchado por las hojas de coca que esta mascando, se despide nervioso con un apretón de manos y encaramándose a su bicicleta de carreras sin cambios se pierde por el lecho del arroyo seco con dirección al salar.
Ya en la ruta, comienzo subiendo suavemente hasta el Paso de Ronqui Angosto desde el cual diviso, con niebla en las cumbres, la carretera que, en unos 8 km, va retorciéndose, tanto como yo, para ir ganando altura por el Abra de Porterillos. Desde el alto del puerto no se puede abarcar con la vista la vastedad del paisaje ceniciento y apenas se intuye la carretera recién ascendida. El lugar me evoca otro paisaje similar y a la vez diferente: es el que se puede contemplar desde el alto de la Eme entre Pesquera de Ebro y Cubillo de Butron en el norte de la provincia española de Burgos. En ambos casos, la carretera, en un requiebro, abandona el valle para dar paso a un seco altiplano, que, en el caso argentino se conoce como “Altos del Morado” (4170 m de altitud) y en el caso burgales, “Paramos de Dobro” (1019 m de altitud).
A los pies del cartel que indica los 4170 m de altitud y las distancias a Humahuaca (105km) y Paso de Jama (240km) , parapetados tras un montículo de piedras con techo de plástico se protegen del viento dos mujeres que tallan dibujos alegóricos de la pampa sobre pequeños trozos de pizarras que luego venden a los pocos turistas que paran en el alto. Tuve la suerte de ver el comportamiento de cuatro de ellos. Fue como sigue: aparcaron el coche sin parar el motor casi invadiendo el puesto de artesanía; mientras cruzaban la carretera para asomarse al valle fueron desenfundando las cámaras digitales y como si de un duelo se tratara, dispararon a la vez hacia el horizonte y con idéntica celeridad volvieron a montar en el auto y sin dignarse a mirar el entorno ni a las mujeres artesanas, arrancaron perdiéndose en una nube de humo. Todo transcurrió en menos de un minuto.
Hablando con las mujeres artesanas me comentaron que autos paran pocos y que los micros de turistas son los que suelen parar mas y comprar. El hijo de una de las mujeres, de unos doce años de edad e incipiente tallador, me alecciono sobre la técnica, no solo del tallado, sino del uso del tirabeque que manejaba con una precisión increíble. Riéndose me decía que tiraba a dar a los mirlos que rondaban por allí y alguna que otra vizcacha y que a los cóndores no le llegaba la goma. Sin pensarlo y confiando en la buena puntería que tenia cuando era chico, le hice una apuesta: tiraríamos 5 piedras para dar al mogote de piedra tallado con la altitud y el que mas veces le diera seria el ganador. El premio: si le ganaba me tendría que tallar una pizarra pequeña con dos llamas y la altitud y si no, yo le compraría 3 piezas y le pagaría cuatro, quedándose él con el importe de mas…ah… y le dejaría dar un vuelta en mi bicicleta. Con el beneplácito de su madre comenzamos a tirar desde una distancia de unos 30 metros. El resultado: 5 a 0 a su favor. Sin comentarios.
Helado por el resultado y por el viento frió y fuerte que comienza a soplar, me despido con la sonrisa del vencido y decido comenzar a disfrutar el largo descenso que me espera hasta Purmamarca, casi 33 km de pura bajada por la espectacular Cuesta de Lipan. Enseguida vislumbro hacia el norte el Abra de Tres Cruces donde nace la Quebrada de Humahuaca flanqueada por dos cadenas montañosas, ahora bien visibles: las sierras del Aguilar y la Sierra del Zenta.
Estupefacto ante la visión de la carretera que serpentea abruptamente por la ladera cortante del Abra de Lipan, no me queda otra que parar para leer minuciosamente el paisaje con su flora rica y variada. Así voy distinguiendo: cardones, molles, churquis, chilcas, muñas, cacalas, álamos y sauces. Aunque no les veo, se que en estas sierras están habitadas por un buen numero de animales silvestres como vicuñas, guanacos, pumas y vizcachas.
A medida que desciendo la temperatura se suaviza y las llantas se calientan hasta el punto de tener que parar para darlas tiempo a enfriarse, ya que se corro el riesgo de un reventón por exceso de calor.
El cielo limpio y cercano parece rozarme la gorra en estas alturas donde empiezan a aparecer a lo lejos cortantes cresterías de areniscas de tonos rojizos y amarillentos. Siento a la bicicleta desbocada, ingobernable ante la fuerte pendiente que la reta. Apenas puedo contenerla pues el carro se ha puesto de su parte y empuja con fuerza hacia abajo. Sospecho que estoy asistiendo a una sublevación de mi querida bicicleta y me asusto al ver que el cuentakilómetros marca 64 km/hora. Sin contemplaciones tiro de los frenos como si de unas riendas se trataran y logro retenerla mas tarde de lo esperado. La apoyo en ángulo recto con el carro sobre un balcón natural desde donde la dejo deleitarse con el sorprendente paisaje que la ha provocado el ataque de velocidad.
Al cabo de un buen rato y ya todos mas calmados, proseguimos el descenso parando cada pocos kilómetros, para seguir contemplando uno de los espectáculos naturales mas apabullantes que se pueden disfrutar. Idéntico comportamiento mantuvimos cuando tras girar en una curva apareció en toda su magnitud el Gran Cañón del Colorado en EEUU. Son acontecimientos irrepetibles que se quedan guardados para siempre en lo mas hondo de la memoria.
Llegando al fondo del valle aparecen llanuras fértiles que se extienden por las márgenes de los cauces de arroyos y ríos, ahora secos, como el que se adentra hacia la Comunidad Aborigen de Huachichocana.
Sufro un ataque de ansiedad ante la variedad cromática de las montañas que me rodean y no puedo parar de hacer fotos de forma compulsiva. El encuentro de unos Manis en mi bolsillo me sacan de la crisis y me relajan.
Ya mas compuesto, entro en el pequeño, fértil y colorido pueblo de Purmamarca en busca de un lugar donde quedarme. Un chico joven me recomienda: el hostal Mama Coca. Hablo con la dueña explicándola mi viaje, y, tras unos minutos de espera en los que consulta con su marido, sale y me anuncia que estoy invitado a quedarme el tiempo que quiera ya que consideran que me lo merezco. Sorprendido ante tan rápida hospitalidad les doy las gracias y compartimos una larga charla sentados bajo la sombra de la parra del patio tomando un matecito. Beba y Dardo, así se llaman esta simpática pareja que regenta el hostal, me hicieron sentir como en casa, siempre atentos y amables.
Los tres días que paso en el pueblo los dedico a caminar por sendas antiguas que me llevan a rincones insólitos que solo estas sierras multicolores y semidesnudas de grandioso aspecto enseñan a los andarines. Una mañana, cuando descendía por un camino pedregoso, distinguí la silueta de un hombre menudo que caminaba rápido hacia mi. Cuando paro a saludarme se quedo sorprendido por mi presencia; apenas se atreve a hablarme pensando que soy extranjero y cuando me oye hablar enseguida me dice si soy español; al confirmárselo, me dice que viene caminado desde su aldea a unos 16 km y que va ha tomar el micro para acercarse a Jujuy a arreglar unos papeles. En su carrillo izquierdo percibo el bulto de las hojas de coca que viene mascando parsimoniosamente para combatir el cansancio el hambre y la sed. Le invito a compartir unos cacahuetes y pasas y tímidamente acepta. Al despedirnos me recomienda que suba a un cerro que esta a un par de horas de camino y desde el cual voy a poder ver algún nevado. Así fue. Desde el alto pude contemplar la inmensa altiplanicie puneña, solitaria, antigua y grandiosa por su incomparable silencio.
Todo lo contrario del ambiente bullicioso que se respira en las calles del pueblo atestadas de hotelitos, restaurantes y tiendas de artesanías varias.

Con el alma henchida de colores, abandono Purmamarca para descender en unos 4 kilómetros hasta el valle del río Grande que me llevara, en una sucesión de suaves toboganes y una gran cuesta, hacia la ciudad de San Salvador de Jujuy. El poco arcen de la carretera y el tráfico intenso de coches y camiones me pone en guardia. Al descender un pequeño collado con niebla me encuentro a una joven pareja de alemanes que vienen de San Pedro de Atacama por el Paso Sico. Al estilo alemán intercambiamos rápidos informaciones practicas.
A medio camino me encuentro conque la carretera esta invadida por caballos, tanques y militares. De repente pienso que se trate de una revuelta indígena como la que vivimos en otro viaje en Ambato en Perú. Pero no. Están conmemorando la batalla ganada a los españoles, aquí, en el pueblo argentino de León por el Coronel Gorroti y sus tropas. Al acto han invitado a gauchos a caballo, autoridades de a pie y escolares de traje. En uno de los puestos de comida, instalados en una campa al lado de la carretera , degusto un completo con papas fritas mientras veo desfilar marcialmente al son de marchas militares a las diferentes tropas. Que ironía. Yo en medio con mi bicicleta aparcada anunciando en una gran pancarta “Marcha Mundial por la paz y no violencia”, por un mundo sin guerras. Pero así es la vida, llena de contrastes.
En Jujuy me alojo en casa de Teresa Ritzer y junto con sus dos hijos, Federico y Santi compartimos buenos momentos. En días sucesivos vamos al canal 2 de TV y a los Diarios “El Tribuno”, “Pregón” y “Lea” para difundir la Marcha Mundial por la paz y la no violencia.
Desestimo la idea de llegar a Salta en bici ya que no me la quiero jugar en 60 km por una carretera atestada de trafico. Así que decido sacar un boleto en bus en clase Premium para en 22 horas de viaje llegar a mi destino y fin del viaje en Buenos Aires.

SALARES HACIA SUSQUES



Aun con el ruido de la caldera de la gasolinera del Paso Jama instalado en mi cabeza, salgo a encontrarme con el silencio más absoluto cuando esta amaneciendo. Hacia el norte diviso el Cerro Porquis y el Nevado de San Pedro y a medida que voy ascendiendo hacia el este, por la nueva ruta 52, en medio de la puna pronto aparece el pequeño salar de Jama que, enseguida, da paso al Paraje Mucar salpicado de pequeños túmulos rodeados con piedras pintadas de blanco y adornados con latas y botellas de cerveza vacías alrededor de las cruces erguidas adornadas con flores de plástico y papel. Son recordatorios de los fallecidos en estos desolados parajes donde las largas rectas son trampas para los conductores achispados o despistados.
Desde el Paso Jama en que deje Chile para entrar en Argentina a la provincia de Jujuy, observo que el firme de la carretera esta en peor estado e igualmente el arcen ya no esta asfaltado como en el país vecino, sino que es puro ripio.
Los cerros y las montañas que secundan la ruta me dan pie a establecer analogías con las personas. De este modo observo unas amables lomas pegadas a unos cerros negruzcos y ariscos; mas a los lejos, unas maternales montañas de tonos de piel de vicuña que miran de frente a unos cerros viejos y poderosos; un pecho terroso negro, rematado por un pezón perfecto, me recuerda el poder de la pachamama. Abstraído en estas comparaciones me asusto con el bufido repentino de unas motos que me adelantan a mas de 100 Km. por hora.
Al salir de Jama, pese a mi insistencia preguntando por lugares donde aprovisionarme de agua, nadie me había dicho que podía encontrarla 48 Km. mas adelante en la diminuta localidad de Archibarca donde paro para dialogar con un matrimonio que vive allí pastoreando un rebaño de cabras y también haciendo ladrillos de adobe para la venta. Allí mismo, pegado a la ruta, un cartel me indica “Susques 68 Km. “. Decido llegar en el día.
Pasado el cruce con la ruta 70 y la Mina Pirquitas, a lo lejos, blanquea el Salar de Olaroz , que, hacia el norte se extiende unos 50 Km. más. A medida que me voy acercando el paisaje se tiñe de un amarillo ceniciento con las plantas que tamizan lo que en tiempos no muy lejanos fue también salar. Una luz cegadora me impiden ver con nitidez sobre el horizonte el Nevado de Poquisi (5745m) y el Coiagaima (5668m) perdidos en una vasta cordillera que anuncian los andes bolivianos.
Una especie de avestruces chicas, aquí conocidas como Suris, corren por una rala vegetación arbustiva en busca de cobijo, es exactamente lo que yo también hago refugiándome dentro del tubo de cemento que cruza la carretera para huir del calor del sol que al mediodía calienta de verdad. El ruido de un grupo de vicuñas chapoteando cerca de mi precario refugio me saca de mi liviano descanso para enfrentarme de nuevo a la inmensa puna, solitaria e indiferente al paso del ciclista.
En las ruinas de adobe del paraje Huaira Huasi me cruzo con dos ciclo viajeros alemanes que vienen hoy de Susques. En el ingles de los no ingleses intercambiamos la información más inmediata. Ellos me dicen que me quedan unos 12 km de subida y luego unos 22 km de bajada hasta Susques. Yo les digo que tienen agua cerca en Archibarca y que aun pueden llegar a la gasolinera de Jama antes del anochecer ya que la ruta les toca más de bajada. Un apretón de manos y cada uno a lo suyo. Cuando vuelvo la vista atrás y les veo pedalear en paralelo y charlando, de repente me dan envidia y me hacen recordar que yo también he disfrutado en los meses anteriores de la compañía incomparable de Emy.
La subida ha resultado más suave de lo esperado y ha finalizado en un paso angosto que se abre a un valle de farallones de areniscas que me recuerdan el valle de Tobes y Raedo en la provincia donde vivo en España: Burgos.
La larga y pronunciada bajada que me habían anunciado los alemanes es tal cual. La disfruto parándome cada poco y saboreando el descanso después de los 116 km que llevo pedaleados. Cuando desciendo hasta el mismo lecho del rió, casi seco, veo en la ladera de la montaña escrito con grandes piedras pintadas de blanco “SUSQUES, portillo de los Andes”.
En la entrada del pueblo paro en el coqueto recinto de información, donde una chica joven me informa que estamos a 3675 m de altitud, que el pueblo tiene unos 1700 vecinos y que por supuesto no tengo que dejar de visitar la Iglesia Parroquial de Ntra. Señora de Belén del siglo XVI,una de las mas antiguas de la Argentina y declarada monumento histórico nacional en 1943. Hacia allí me dirijo, no para visitarla ahora, sino para pedir cobijo en alguna de sus dependencias.
Cuando llamo al timbre, de la casita pegada a la tapia de adobe y paja de la Iglesia donde vive el padrecito, de inmediato me surgen preguntas que ya conozco: ¿Cómo será…me recibirá…me dirá que no tiene sitio…me aceptara….? . No me da tiempo a contestarme pues un tipo serio y barbudo, de aspecto cheguevariano, me saluda lacónicamente. Sin dejarle hablar le dijo que soy un español que vengo haciendo un viaje en bicicleta difundiendo la Marcha mundial por la paz y la no violencia y que busco un lugar donde poner mi tienda o algún sitio donde dormir a cubierto.
Sin mucho entusiasmo me dice que si espero a las 10 de la noche (son las 7 de la tarde) cuando acaben de dar la catequesis en el local de la parroquia, allí mismo puedo dormir. Acepto su invitación y le muestro los recortes de prensa de las entrevistas que nos han hecho durante el viaje en distintos periódicos de Chile y Argentina. Esto le hace cambiar de aptitud y me ofrece su baño para asearme, luego me ofrece café, galletas y su amena conversación. Para hacer tiempo me voy a dar un paseo y enseguida me doy cuenta que estoy en un pueblo con marcado carácter indígena. Esta claro que no es turístico para nada y que conserva inalterables sus costumbres y sus tiendas populares. En ellas compro algo de fruta, panecitos y vino y con ello me presento en casa del padrecito Mario- asi es como le llaman sus feligreses- para compartir la cena con él. La conversación surge fluida y enseguida ponemos nuestros respectivos currículos de errores sobre la mesa riéndonos copiosamente a la vez que brindamos con una copa de vino por el encuentro providencial. Cuando llega la hora de irse a dormir Mario me brinda alojarme en su casa en un cuarto con dos camas. Acepto encantado y caigo en un profundo sueño de inmediato.
En los días siguientes que paso junto al padrecito Mario, me abre las puertas de la Iglesia construida toda entera de adobe y tachada con tablazón de madera de cardón, sobre la que se ha colocado la cubierta de paja; una maravilla arquitectónica que con las amenas explicaciones de mi anfitrión me revelan curiosidades ocultas. Una tarde caminamos hasta el alto del vía crucis para descender por una senda desde donde se aprecia, con nitidez en el centro del pueblo, la capilla del cementerio, una reliquia de adobe y paja del siglo XVIII perfectamente conservada. Una mañana soleada arreglamos su bicicleta para poder hacer una ruta inédita por el que bautizamos “valle del silencio”, un inmenso cañón de areniscas formado por la erosión del viento y del rió que ha tallado unas espectaculares paredes ribeteadas con caprichosas tallas naturales. En este idílico paraje me hablo de su dura labor eclesiástica en Costa de Marfil.
A través de las largas conversaciones mantenidas con el padrecito Mario Ottonello descubrí su amor por la naturaleza, donde reflexiona y medita la mejor forma de ejercer su vocación. Me sorprendió su labor como defensor de la población de etnia Atacama que vive en Susques para lograr la legalización de sus tierras, realmente es un seguidor de la teología de la liberación y sus ideas cristianas van más allá de los convencionalismos religiosos.
Como gran conocedor de la historia, en nuestras charlas me fue contando como es el culto a los muertos, a la pachamama, el mandinga (demonio para los collas), la apacheta, me relato y contó las creencias y ritos ancestrales, los sacrificios y ofrendas, como por ejemplo el rito ancestral del “challado” de casas nuevas, salpicando las paredes con la sangre de un animal sacrificado para el caso; en los techos de los ranchitos se colocan cuernos y cruces para alejar tempestades, rayos, enfermedades y cualquier maleficio; en la fiesta de la Pachamama se realiza el rito de enterrar un feto de llama, adornado con lanas y hierbas aromáticas, es un rito para conseguir prosperidad y fecundidad de la tierra.
Me hablo del poder actual que aun conservan curanderos y adivinos y como él, lejos de reprochar esas practicas, respeta y aprende ya que el padrecito Mario tiene la certeza de que cada pueblo crea sus ídolos y los convierte en creencia por pura necesidad de explicar el mundo y dar sentido a su propia historia. Por ejemplo me dice prosiguiendo la charla: El pueblo colla, al recibir la religión cristiana, no prescindió de su propia religiosidad ni de sus costumbres ancestrales; más bien la asumió, pasándola por el tamiz de su propia cultura. Todo ello ha originado una serie de ritos religiosos, con elementos autóctonos e hispánicos, cuyos aspectos más significativos aun perduran.
Mi estancia en la casa del padrecito termino por pura necesidad de tener que ocupar la pieza otras personas venidas de lejos para una reunión parroquial. Por cierto una noche en la que me acerque a la Iglesia al acabar de oficiar la misa, de repente anuncio mi presencia y me invito a que hablara a sus feligreses sobre el viaje que estaba realizando; después en el salón parroquial hice una pequeña presentación de la marcha Mundial por la paz y la no violencia.
Antes de partir Mario me presenta al doctor Ribera quien me curo y receto una pomada para el eczema de mi mano derecha.
Cosas del azar, Graciela Pereyra periodista de Córdoba, de donde es oriundo el padrecito, llega a Susques para entrevistarlo y amablemente me sugiere hacerme igualmente otra entrevista sobre mi viaje. Acepto gustoso y después todos juntos degustamos un rico plato de locro en el local de la Casa de la Cultura.